Fernando Vázquez Rigada Se van los días, los meses, los años. La vida no. Termina un año: un ciclo. Se lleva consigo afectos, latidos, sueños. Pero aquí, con nosotros, queda la memoria, el empeño y, ojalá siempre, la esperanza. La vida queda. El tiempo, no. La vida persiste en los que nos quedamos. En nuestros […]
Fernando Vázquez Rigada
Se van los días, los meses, los años. La vida no.
Termina un año: un ciclo. Se lleva consigo afectos, latidos, sueños. Pero aquí, con nosotros, queda la memoria, el empeño y, ojalá siempre, la esperanza.
La vida queda. El tiempo, no.
La vida persiste en los que nos quedamos. En nuestros hijos, nuestros amores, nuestras labores por cumplir.
La vida: esa que amputa y que implanta. Que demuele y reconstruye. Que, como Penélope, teje la ilusión al mismo tiempo que desteje con el dolor del desengaño.
Sobrevivimos a la pandemia, un breve reinado de la muerte, para volver a ser los mismos. Para asegurarnos que paliara el virus, pero no el distanciamiento social. Para que la avaricia levantara, otra vez, su puño de hierro. Para que el rencor hacia el otro se inflame. Para romper el diálogo e instalar millones de monólogos.
Para que gobierne el ruido.
La vida queda. En los que permanecemos. En los que no nos rendimos. El tiempo, no. Cada instante, irrepetible, brilla para, un segundo después, apagarse.
Las y los amigos que partieron quedarán mientras los nombremos, los recordemos. Mientras su vida agotada nos haga sonreír y su marcha nos enjuague el lagrimal.
Los muertos, de pronto, nos convidan mucha vida.
Estamos aquí, agotando un año más. Aquí, en este sitio lleno de heridas. De fosas. De desaparecidos que desaparecen dos veces, por decretos idénticos: el de quien no los quiere vivos ni muertos y el de quien no quiere reconocer que ya no están. Le dan “borrar” a la cifra, pero no al dolor, a la ausencia, a ese luto terrible que es no tener a quien velar, a quien cremar.
No, el dolor, no se va por decreto.
Seguimos aquí, en este lugar que va perdiendo a sus hijos. A los hijos de nuestros amigos que no tienen un lugar en estos confines, en esta tierra que no les ofrece oportunidades, empleo, porvenir. Se van, como un día se fueron los abuelos, a buscar, a intentar, a fundar.
Aquí está, en fin, la vida. Hermosa pese a todo. Bella, aunque duela. Gigante cuando nos hace triunfar.
Vida que florece en la mano del amigo, en el beso de quien amamos, en el vino con el que brindamos.
Vida que te regala el momento más feliz: cuando te entregan por vez primera en tus brazos a tus hijos y, sí, quieres llorar —por ternura, por felicidad, por responsabilidad—. Porque en ese, el instante más bello, la vida te susurra:
—Ya nada será lo de antes.
No. No lo será nunca más.
La vida, tan generosa, que hace que seamos felices en estos duros momentos.
La vida, tan brava que nos hace ser valientes en medio de esta oscuridad.
La vida que queda después de tantos que se fueron.
La vida, que nunca deja de maravillar. Que queremos que se prolongue más allá de la vida misma y que, al final, se convierte en una palabra mayor a la de su propio significado.
Milagro.
@fvazquezrig
P.D. Feliz navidad. Nos leemos en 2024. Si la vida lo permite.
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